La despedida
(y las historias) (1 de 3).
12 de febrero
de 2014.
En las despedidas no se debe decir adiós. Tampoco
hasta siempre. Con las despedidas se inicia un proceso de memoria donde los
recuerdos nos mantendrán siempre cerca de las historias que sucedieron y de los
personajes que las protagonizaron. Uno se debe despedir como si al dio
siguiente amaneciera igual y las mismas personas volvieran a verse. Tras una despedida
solo importan los recuerdos y siempre la última imagen es la que se mantiene en
el recuerdo. Y antes de la despedida,
las historias se sucedieron.
***martes 4***
Mi primer día amaneció en el albergue mientras los
migrantes miraban con curiosidad entre las ramas del árbol donde el padre
Solalinde inició toda su obra. Unos apuntaban con el dedo índice, y otros
negaban con la cabeza. Esta es la historia de la iguana. Pocos conseguían verla,
inmóvil sobre unas de las ramas como si con ella no fuera la cosa. Pero esta
historia ya ha sido contada.
Esa misma mañana llegó el tren. La primera imagen es impactante,
aunque las personas acabamos acostumbrándonos a todo, a lo bueno y a lo malo.
Durante mis diez días en el albergue la
bestia llegó cinco veces, una frecuencia superior a la habitual, y en mi
caso no acabé por acostumbrarme a la imagen de los migrantes descendiendo del
tren.
Y con la llegada del tren surgen las verdaderas historias. Llegó un niño de 11 años con su tío. El sobrino apenas hablaba, y fue el adulto el que nos relató su historia, la que les hizo subirse a lomos de la bestia. El hombre vive en Estados Unidos y tiene trabajo. Por tanto, puede entrar libremente en el país, e incluso –supongo- puede permitirse viajar en transporte corriente. Pero la vida es dura y gesta historias insólitas. El niño es el hijo de su hermana, y lleva tiempo que está siendo amenazado por Los Maras. O se une a ellos, o sufrirá su violencia. Las actuales leyes estadounidenses restringen que los ciudadanos centroamericanos residentes en EEUU reciban visitas de familiares. En definitiva, el tío del niño nos relató que tuvo que viajar hasta El Salvador por petición de su hermana para alejar al sobrino de la violencia que le rodea. Y la única opción viable que disponen es introducir al niño de manera no oficial en el país.
***miércoles 5***
Al día siguiente, aparecieron por el albergue cuatro
salvadoreños que la noche anterior durmieron en las vías. Juan Carlos y su tío José
Luis, David y Elvis. Eran afables y de trato fácil, y conversamos varias veces.
Juan Carlos me contó que eran creyentes y que para él todo se lo daba Jesús. En
El Salvador era tapicero. Me sorprendió saber que el poco tiempo del que
dispusieron en el albergue no lo utilizaron para descansar. Salían a pasear por
Ixtepec (excepto Juan Carlos, quien era mayor y si dormía cuanto podía) a pegar
carteles con versículos de la biblia. Cuando pegaron todas las copias que
llevaban consigo, empezaron a escribirlas a mano. –Es nuestra obligación para
con nuestro señor-. Les desee suerte antes de que marcharan.
*** jueves 6 ***
Algunas historias nos llegan de España. Mueren nueve
inmigrantes cuando intentaban llegar a la costa española de Ceuta. En sí la
noticia ya es triste, pero cuando leemos que es un homicidio por parte de
policías la tristeza se vuelve indignación y rabia. Entiendo, aunque no
comparto, a quienes defienden unas fronteras más rígidas. Pero es indefendible
que las autoridades españolas no sólo no socorran a ese grupo de inmigrantes,
sino que se dediquen a dispararles botes de humo. Siendo educados solo puede
calificarse como homicidio el disparar botes de humo a un grupo de personas que
nadan en alta mar.
En el tren del viernes llegó el nica Wilmer Rivera. Vive
cerca de Managua. Hablamos durante ratos sobre Nicaragua y también de futbol.
Otro culé más. Me relata que se fue
de casa por falta de un trabajo bien remunerado. Le dijo a sus padres que se
iría unas semanas a casa de una tía suya que vive en el norte del país, y
aprovechó para iniciar un viaje aún más al norte. Al albergue llegó con otros
ocho compañeros que conoció en El Salvador. Le pregunto si necesita algo de
ropa, y responde que no, que no me preocupe por él. Su situación y aspecto es
mejor que la media de migrantes. Esperaran unos días a que varios compañeros
reciban el dinero que sus familiares han enviado y luego cogerán en bus para el
norte. Pueden permitírselo.
Me pregunta si tengo Facebook y que cuanto amigos
tengo. Le digo que 94, sino me equivoco. Él tiene cerca de 200. Me quiere
invitar para no perder el contacto. Me pregunta si le aceptaré, porque le
extraña que tenga tan pocos amigos. Le contestó que claro que sí. Y le pregunto
porque tiene él tantos. –Me gusta vacilar teniendo muchos-. Y a los pocos
minutos somos también amigos de Facebook.
En medio de todas estas historias, varios migrantes
indefinidos me intentan liar con la historia del chancho que robaron. Señalan al enclenque,
otros miran para Farruco, y todos ríen.
Según parece, hace un par de meses robaron un chancho, y por lo visto lo entraron por la puerta principal, pero
nadie se preocupó de ver las cámaras de seguridad. Al final, lo mataron y entre
todos se lo comieron. ¿Para que buscar culpables con lo rico que supo? No todos
los días se come carne en el albergue.
Alejandro me cuenta otras historias que ya han
vivido. Me cuenta como un migrante de los indefinidos, amenazado por los Zetas,
cruzó México jugándose la vida y la de su familia para llevar a su mujer a
Estados Unidos. –Temimos por su vida- me confiesa mi amigo. Ella logró cruzar
la frontera y actualmente vive y trabaja en EEUU. En cambio, él continúa
esperando en el albergue a que pase el tiempo necesario para que a ella le
permitan que su marido pase a suelo norteamericano. En él me fijo cuando pienso
en que la ropa que dejé (y que unos pocos amigos y familiares donaron) en el
albergue y como ellos la aprovechan al máximo. Este migrante rondará los 40
años y la mitad de las veces que lo vi llevaba una camiseta a rayas con la
imagen de Bob Esponja.
También me habla de un salvadoreño que llegó hace
unas semanas huyendo de La Mara. En su país era feliz. Trabajaba en un
comercio. Y llegó el día en que ahorró lo suficiente para comprarse una moto
pequeña para llegar antes al trabajo y evitar esperar el transporte público. Es
entonces cuando su vida cambió. Día tras día empezaron a extorsionarle y a
pedirle dinero. El dinero que ganaba trabajando dejó de ser suficiente y él de
ser feliz.
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