lunes, 24 de febrero de 2014


La despedida (y las historias) (1 de 3).
12 de febrero de 2014.

En las despedidas no se debe decir adiós. Tampoco hasta siempre. Con las despedidas se inicia un proceso de memoria donde los recuerdos nos mantendrán siempre cerca de las historias que sucedieron y de los personajes que las protagonizaron. Uno se debe despedir como si al dio siguiente amaneciera igual y las mismas personas volvieran a verse. Tras una despedida solo importan los recuerdos y siempre la última imagen es la que se mantiene en el recuerdo.  Y antes de la despedida, las historias se sucedieron.
 
***martes 4***
 
Mi primer día amaneció en el albergue mientras los migrantes miraban con curiosidad entre las ramas del árbol donde el padre Solalinde inició toda su obra. Unos apuntaban con el dedo índice, y otros negaban con la cabeza. Esta es la historia de la iguana. Pocos conseguían verla, inmóvil sobre unas de las ramas como si con ella no fuera la cosa. Pero esta historia ya ha sido contada.

Esa misma mañana llegó el tren. La primera imagen es impactante, aunque las personas acabamos acostumbrándonos a todo, a lo bueno y a lo malo. Durante mis diez días en el albergue la bestia llegó cinco veces, una frecuencia superior a la habitual, y en mi caso no acabé por acostumbrarme a la imagen de los migrantes descendiendo del tren.

 
Y con la llegada del tren surgen las verdaderas historias.  Llegó un niño de 11 años con su tío. El sobrino apenas hablaba, y fue el adulto el que nos relató su historia, la que les hizo subirse a lomos de la bestia. El hombre vive en Estados Unidos y tiene trabajo. Por tanto, puede entrar libremente en el país, e incluso –supongo- puede permitirse viajar en transporte corriente. Pero la vida es dura y gesta historias insólitas. El niño es el hijo de su hermana, y lleva tiempo que está siendo amenazado por Los Maras. O se une a ellos, o sufrirá su violencia. Las actuales leyes estadounidenses restringen que los ciudadanos centroamericanos residentes en EEUU reciban visitas de familiares. En definitiva, el tío del niño nos relató que tuvo que viajar hasta El Salvador por petición de su hermana para alejar al sobrino de la violencia que le rodea. Y la única opción viable que disponen es introducir al niño de manera no oficial en el país.
 
***miércoles 5***

Al día siguiente, aparecieron por el albergue cuatro salvadoreños que la noche anterior durmieron en las vías. Juan Carlos y su tío José Luis, David y Elvis. Eran afables y de trato fácil, y conversamos varias veces. Juan Carlos me contó que eran creyentes y que para él todo se lo daba Jesús. En El Salvador era tapicero. Me sorprendió saber que el poco tiempo del que dispusieron en el albergue no lo utilizaron para descansar. Salían a pasear por Ixtepec (excepto Juan Carlos, quien era mayor y si dormía cuanto podía) a pegar carteles con versículos de la biblia. Cuando pegaron todas las copias que llevaban consigo, empezaron a escribirlas a mano. –Es nuestra obligación para con nuestro señor-. Les desee suerte antes de que marcharan.

 


*** jueves 6 ***
 
Algunas historias nos llegan de España. Mueren nueve inmigrantes cuando intentaban llegar a la costa española de Ceuta. En sí la noticia ya es triste, pero cuando leemos que es un homicidio por parte de policías la tristeza se vuelve indignación y rabia. Entiendo, aunque no comparto, a quienes defienden unas fronteras más rígidas. Pero es indefendible que las autoridades españolas no sólo no socorran a ese grupo de inmigrantes, sino que se dediquen a dispararles botes de humo. Siendo educados solo puede calificarse como homicidio el disparar botes de humo a un grupo de personas que nadan en alta mar.

 *** viernes 7***
 
En el tren del viernes llegó el nica Wilmer Rivera. Vive cerca de Managua. Hablamos durante ratos sobre Nicaragua y también de futbol. Otro culé más. Me relata que se fue de casa por falta de un trabajo bien remunerado. Le dijo a sus padres que se iría unas semanas a casa de una tía suya que vive en el norte del país, y aprovechó para iniciar un viaje aún más al norte. Al albergue llegó con otros ocho compañeros que conoció en El Salvador. Le pregunto si necesita algo de ropa, y responde que no, que no me preocupe por él. Su situación y aspecto es mejor que la media de migrantes. Esperaran unos días a que varios compañeros reciban el dinero que sus familiares han enviado y luego cogerán en bus para el norte. Pueden permitírselo.

Me pregunta si tengo Facebook y que cuanto amigos tengo. Le digo que 94, sino me equivoco. Él tiene cerca de 200. Me quiere invitar para no perder el contacto. Me pregunta si le aceptaré, porque le extraña que tenga tan pocos amigos. Le contestó que claro que sí. Y le pregunto porque tiene él tantos. –Me gusta vacilar teniendo muchos-. Y a los pocos minutos somos también amigos de Facebook.
 
En medio de todas estas historias, varios migrantes indefinidos me intentan liar con la historia del chancho que robaron. Señalan al enclenque, otros miran para Farruco, y todos ríen. Según parece, hace un par de meses robaron un chancho, y por lo visto lo entraron por la puerta principal, pero nadie se preocupó de ver las cámaras de seguridad. Al final, lo mataron y entre todos se lo comieron. ¿Para que buscar culpables con lo rico que supo? No todos los días se come carne en el albergue.

Alejandro me cuenta otras historias que ya han vivido. Me cuenta como un migrante de los indefinidos, amenazado por los Zetas, cruzó México jugándose la vida y la de su familia para llevar a su mujer a Estados Unidos. –Temimos por su vida- me confiesa mi amigo. Ella logró cruzar la frontera y actualmente vive y trabaja en EEUU. En cambio, él continúa esperando en el albergue a que pase el tiempo necesario para que a ella le permitan que su marido pase a suelo norteamericano. En él me fijo cuando pienso en que la ropa que dejé (y que unos pocos amigos y familiares donaron) en el albergue y como ellos la aprovechan al máximo. Este migrante rondará los 40 años y la mitad de las veces que lo vi llevaba una camiseta a rayas con la imagen de Bob Esponja.

También me habla de un salvadoreño que llegó hace unas semanas huyendo de La Mara. En su país era feliz. Trabajaba en un comercio. Y llegó el día en que ahorró lo suficiente para comprarse una moto pequeña para llegar antes al trabajo y evitar esperar el transporte público. Es entonces cuando su vida cambió. Día tras día empezaron a extorsionarle y a pedirle dinero. El dinero que ganaba trabajando dejó de ser suficiente y él de ser feliz.
 

 

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