martes, 25 de febrero de 2014

La despedida (y las historias) (2 de 3).
12 de febrero de 2014.
***sábado 8***
El sábado conozco al padre Solalinde. Sencillo y humilde pero con un discurso fluido y cargado de verdades y esperanzas que te atrapan desde el principio. Su primer acto con los migrantes es en la capilla. Invita a los voluntarios a que nos presentemos antes ellos, para después preguntarnos uno a uno porqué nos encontramos en el albergue.
-¿Por qué vuestro tiempo libre no lo disfrutáis en Huatulco (la zona más turística del Istmo)?-
-¿Por qué si tenéis la vida resuelta cruzáis medio mundo para servir a los demás, en lugar de descansar?-
En mi turno, ante los migrantes –quienes miran fijamente en silencio- respondo a la pregunta del padre: -En su propia pregunta está nuestra respuesta-. Nosotros disfrutamos de la libertad para movilizarnos, de los recursos económicos que nos permiten desplazarnos y dedicar tiempo a los demás, porque somos nosotros, desde nuestra posición privilegiada, quienes podemos ayudar a los demás. No es una imposición la que nos mantiene allí ni tampoco una obligación. Es tan solo un deber lógico de cómo funciona el mundo: el que puede debe ayudar. Mi responsabilidad para con los demás es un acto voluntario que deseo realizar, más allá de un deber moral o una acción ética.
Mi compañero Nando Muñoz responde aportando una nueva visión: –Mi punto de vista es más egoísta-. Y cogiendo la mano de un migrante explica todo lo que está recibiendo de todos los hermanos en el camino que sus ojos ven pasar efímeramente por el albergue. Porque es mucho todo lo que los voluntarios reciben de los migrantes. Comparto totalmente su visión sobre el voluntariado. Y por ello también me siento egoísta, porque dudo que esté aportando a los migrantes más que lo que ellos me están ofreciendo.
Revisando días después las fotos que Dani tomó de los migrantes mientras escuchaban al padre también se responden sus preguntas. Sus miradas y los rostros que las soportan describen ingenuamente lo que motiva a cualquier persona en prestarse como voluntario. Y también las imágenes de sus abrazos, de sus manos, de sus pies…
 
 
En el tren del día anterior llegó J.P.C., un niño guatemalteco que vestía con una camiseta con la imagen de Zapata, el Ché, y el Subcomandante Marcos. Se empeñaba en afirmar que tenía 18 años, aunque a mi parecer era más joven. El sábado entró unas pocas veces en la oficina para enviar varios SMS a sus padres para que le llamaran al albergue. Siempre caminaba solo, con sus botas sin cordones, sus pantalones de alguien 20 o 30 cm más alto que él y con una mochila de nylon rota donde no cabía la manta que llevaba.
Le pregunté por la chamarra del Ché y me dijo que se la habían regalado. Aunque era ajeno a lo que podía representar. Le daba igual lo que pusiera. Él era una persona sencilla y no se preocupaba de eso. Nunca se puso nada para que otros lo vieran.
El día anterior me pidió una cuerda para atar la manta, y le llevé unos cordones de zapatillas para que usara de cuerda. Pero ya había encontrado una. Entonces agarró los cordones y fue cuando me di cuenta de que no tenía en sus botas, sus prolongados pantalones le rastreaban a pesar de estar doblados. Al día siguiente le regalé mi mochila y un cinturón para que los pantalones no le cayeran tanto.
Como siempre deambulaba solo, por la tarde me acerqué a él, para comentarle si sabía que sus padres le podían enviar dinero a través del albergue y recogerlo al día siguiente. –Yo no soy de esos- me respondió. -¿Por qué?- le pregunté, no sabiendo por qué no quería recibir ayuda. –Si mis padres ni siquiera me llaman, no responden a mis mensajes, ¿tú crees que me enviarán dinero?-.
Me confesó que salía por Ixtepec para ganarse unos pesos. -¿Y los consigues?- quise saber. -La pregunta ofende- respondió con madurez y la voz ronca. Ahora si parecía mayor, aunque sonreía como el niño que era.
Luego, con otro migrante también hablamos de futbol. El otro chico y yo íbamos por el Barça pero el guatemalteco también pasaba. -Yo cuando hay futbol me voy con las pantojas (chicas) y paso del partido. No soy como los demás, soy una persona sencilla- repitió una vez más. Sólo hablaba con interés del trabajo que esperaba conseguir cuando llegara al norte de México. Era de los pocos que no cruzaría la frontera.
 
***domingo 9***
 
El domingo acudo al mercado de Juchitán con algunos migrantes para recoger lo que nos den. Siempre regresan con fruta y verduras, y si hay suerte con algo de carne. Antes de ir pienso en qué consistirá. Ya me han dicho que debemos pedir entre los tenderos y que siempre alguien dona para el albergue. Pero la realidad es algo diferente. Entre todos llenamos la caja del coche con kilos y kilos de frutas y verduras. Pero para mi sorpresa no es una donación de fruta madura o verdura algo pasada. A simple vista todo está para tirarse. Callo y sigo llevando las cajas al coche, pero cuando ninguno me ve, le pregunto a uno de los chicos de la frutería del mercado que hubiesen hecho con esta comida si no hubiésemos llegado nosotros. –Tirarla a la basura-. Por un momento tengo la sensación de que realmente les estamos tirando la basura, limpiándole el almacén pero claro, yo hablo desde mi falta de experiencia.
En otro comercio también nos regalan una bandeja con varios tipos de carnes. En el mercado nos cuentan que del tren que pasó esta mañana se cayó una chica y está ingresada –fuera de peligro- en el hospital. Después del trabajo y antes de irnos compartimos entre todos una Coca-Cola de 3 Litros sentados sobre la fruta en el coche, y nos hacemos una foto para el recuerdo, que me piden que suba al Facebook. Me preguntan si volveré otro día a por fruta, supongo porque notan en mi rostro la decepción del alimento recogido. Les digo que no, porque en pocos días regreso a España. Si no, por supuesto que los acompañaría otro día.
 
 
No obstante, la labor más dura comienza cuando la fruta y la verdura recogida llegan al albergue. Es la tarea menos agradable, según dicen, porque yo no lo hice. Y consiste en tratar todos esos kilos de comida (que en mi opinión eran para tirarse) y aprovechar aquello que aún es comestible. Y el trabajo concienzudo de las hermanas, algunos voluntarios y también varios migrantes da sus frutos y de donde yo no veía comida salen frutas y verduras para varios días. En cada comida puede comer unas 100 personas en el albergue, el cual solo se sustenta con donaciones y sin ayuda oficial, ni de las administraciones ni de la diócesis a la cual pertenece. Como curiosidad me cuentan que hace pocas semanas recibieron una donación del mismo Dalai Lama.
Al llegar al albergue me encuentro la capilla llena de migrantes. Como es domingo el padre Solalinde está oficiando la misa. Me acerco por uno de los laterales para asistir a la última parte. Pienso en el tiempo que hace que no voy a misa sin contar bodas ni entierros y no recuerdo. El padre Solalinde habla de solidaridad, de justicia, de favorecer la emancipación de los pobres y del fin de cualquier tipo de violencia. Los migrantes rezan y unos pocos acuden a comulgar. Es una ceremonia diferente. El padre finaliza preguntándonos si creemos en la palabra de Jesucristo, su único hijo, nuestro señor, en su palabra como revolución para cambiar el mundo, para modificar aquello que falla y para ser partícipes para que otro mundo sea posible. Por un momento mi agnosticismo se tambalea y empiezo a pensar qué diferente es este tipo de iglesia de la que nosotros conocemos. Entonces comprendes porque los migrantes, a pesar de sus penurias y desgracias, son tan creyentes y están en todo momento con Dios, Jesús y la Virgen en la boca. “Si Dios quiere llegaremos bien…”, “Gracias a Jesús y a la Virgen el viaje fue bueno…”. Siento también una envidia sana por como mantienen su fe, su confianza en ese Ser que al menos yo no imagino en ninguna de las formas que me han presentado.
 
 
El domingo también finalizó otra historia que llevaba tiempo prolongándose. Semanas atrás el padre consiguió liberar de una cárcel al norte de Ixtepec a trece cubanos, un bangladesí y dos haitianos que estaban siendo extorsionados por la policía. Los cubanos recibieron pronto los papeles y se marcharon del albergue antes de que yo llegara. El bangladesí lo recibió más tarde. En cambio, el caso de los dos haitianos se prolongó. El bangladesí los esperaba día tras día, pero estaba poniéndose nervioso. El gobierno mexicano les facilita un salvoconducto –como apátridas- que les permite moverse libremente por el país durante un mes. El objetivo de los tres era cruzar la frontera con EEUU y entregarse para pedir asilo político. Según sus historias, la vida de los tres corre peligro en sus países. El bangladesí viajaba –según me cuentan- con una carpeta donde guardaba denuncias y otros documentos que así lo demuestran. No quería irse solo, sin sus amigos haitianos, pero no podía demorarse más porque tenía un mes para cruzar el país, y los días estaban ya corriendo. Por fin, después de varios días, Beto (mano derecha del padre Solalinde) resolvió la situación de los haitianos y al día siguiente los tres pudieron viajar con el padre a DF. De ahí, iniciarían su viaje hacia EEUU.
 
Por la tarde, J.P.C. me comenta preocupado una cosa que escuchó la noche anterior en el dormitorio de hombres. –Dicen que en Matías tiran a la gente-. No sé qué responderle. Le pregunto a Nando y me comenta que ha escuchado lo mismo. Tampoco sé cómo contárselo sin mentirle ni preocuparle. Hablo con el padre por si él tiene una opción mejor. Le digo que creo que es menor y que no cruzará e EEUU. El padre me dice que en Matías no hay problemas, que los problemas son donde siempre, en el estado de Veracruz. Intento ser realista con él, quitándole hierro al asunto, aunque no creo que lo lograra. Pero J.P.C. no tiene opciones, debe viajar al norte pase lo que pase en Veracruz o en cualquier otro estado.
 
Más tarde me busca para preguntarme si le queda bien el peinado. Le acaban de cortar el pelo. –Te queda bien- le respondo con franqueza. En aquel momento me di cuenta de que en el albergue no hay espejos. Y por ello los migrantes se afeitan mirándose en los espejos retrovisores del coche de la policía. Entonces le fui a buscar un peine con espejo de los que llevé al albergue y se lo regalo. Durante unos minutos el peine con su espejo fue trending topic entre los migrantes, quienes aprovechaban para mirarse o recortarse el bigote. Por fin, encuentro al joven guatemalteco hablando y riendo con unos y con otros. En definitiva, compartiendo su viaje.

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